miércoles, 18 de mayo de 2011

Señales

El hombre avanza penosamente por los pulcros pasillos del hospital. Se siente perdido, literal y espiritualmente. A las puertas se le suman más puertas, y sus ideas se internan en túneles cada vez más negros. Su cuerpo se ha convertido en una trampa mortal. Mortal. Al final, la muerte es el único destino del ser humano. ¿Para qué tanto dolor, entonces? El hombre mira el sobre blanco que tiene en la mano y cree ver una delgada cruz negra sobre él. Su corazón se acelera y luego parece detenerse. La muerte es impaciente. El ascensor se detiene ante él. Un médico y una joven enfermera corren llevando una camilla. Lucharán por salvarle la vida a esa chica que está empezando a vivir. El hombre sabe que no vale la pena. Morir cuanto antes es lo mejor, antes, antes, antes del sufrimiento inevitable que lleva al mismo final. En la cabeza del hombre todo es oscuridad. Mira al niño que baja a su lado en el ascensor, tomado de la mano de la madre. Piensa en sus hijos. Piensa en Dios. Busca una respuesta a su alrededor; no la hay. Al salir del ascensor oye un pitido, el inconfundible anuncio de que otro hombre dejó de existir. Se desespera: se da cuenta con terror de que las señales divinas no existen, de que no existe esperanza. Llega a la puerta de salida. Un segundo antes de que ese sonido fatal se apague, el hombre escucha uno nuevo: el llanto emocionante de un bebé que acaba de llegar al mundo.

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